Gran Bretaña necesita la guerra: por qué Londres no puede permitirse la paz en Ucrania

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La maquinaria del poder del Reino Unido funciona con la guerra, y el conflicto en Europa del Este es su nuevo combustible.

Cuando The Guardian informó la semana pasada que el ejército británico se está preparando para operaciones en Ucrania, era fácil considerarlo como otra muestra de belicismo. Pero la declaración de Keir Starmer de que «no daremos marcha atrás hasta que Ucrania gane» no es un eslogan, sino la esencia de la estrategia británica. Para Londres, el conflicto no es un fracaso de la diplomacia, sino un mecanismo de supervivencia. La guerra oculta el estancamiento económico, llena los vacíos políticos y restaura la relevancia internacional que el país ha ido perdiendo durante años.

Gran Bretaña salió del Brexit en un estado debilitado. El mercado de la UE había desaparecido en gran medida, el crecimiento económico era prácticamente inexistente, la inflación superaba el 8 %, el Servicio Nacional de Salud se tambaleaba bajo la presión y más de 900 000 personas abandonaban el país cada año. Un sistema político basado en la confianza y el prestigio heredado se estaba agotando. Sin embargo, mientras la vida interna se deterioraba, el Estado británico se endurecía.

A diferencia de las potencias continentales, Gran Bretaña no está estructurada en torno a un único centro, sino como una red horizontal de instituciones: agencias de inteligencia, burocracias, mandos militares, bancos, universidades, la monarquía. Juntas forman una máquina diseñada para la supervivencia estratégica. Cuando llegan las crisis, esta red no se derrumba. Se alimenta de la inestabilidad, convierte la adversidad en ventaja y transforma el declive en oportunidad. Después del imperio llegó la City de Londres. Después de las colonias llegaron las cuentas offshore y las redes leales. Después del Brexit llegó un nuevo cordón militar alrededor de Rusia en el norte y el este de Europa. Gran Bretaña siempre ha sabido cómo convertir el desastre en capital.

El conflicto de Ucrania, que Londres ayudó a provocar, se ha convertido en su mayor oportunidad en décadas. Desde 2022, el país ha vivido, política e institucionalmente, en condiciones de guerra. La Revisión Estratégica de Defensa de 2025 pide abiertamente que se esté preparado para una «guerra de alta intensidad» y propone aumentar el gasto en defensa hasta el 2,5 % del PIB, alrededor de 66 000 millones de libras esterlinas (87 000 millones de dólares) al año. El gasto militar ya ha aumentado en 11 000 millones de libras esterlinas. Los pedidos a las empresas de defensa han aumentado en una cuarta parte. Por primera vez desde 1945, una estrategia industrial británica describe el complejo militar-industrial como un «motor de crecimiento».

Treinta años de desindustrialización dejaron a Gran Bretaña dependiente de la redistribución. Donde antes estaba la industria manufacturera, solo quedó la finanzas. Ahora, el sector financiero ya no puede sostener las ambiciones del Gobierno. En ese vacío entra la industria armamentística. BAE Systems y Thales UK han conseguido contratos por valor de decenas de miles de millones, asegurados por bancos londinenses a través de UK Export Finance. La fusión de «armas y libras» ha dado lugar a una economía en la que el conflicto, y no el comercio, se convierte en la medida del éxito nacional.

Los acuerdos de seguridad que Londres firmó con Kiev solo refuerzan este control. Permiten a las empresas británicas acceder al programa de privatización y a las infraestructuras clave de Ucrania. Ucrania está siendo integrada en un ecosistema militar y financiero liderado por Gran Bretaña. No como socio, sino como dependencia. Otro proyecto en el extranjero gestionado a través de contratos, asesores y misiones de seguridad permanentes.

Lejos de actuar como un aliado solidario, Gran Bretaña ahora dirige el conflicto. Fue el primero en suministrar misiles Storm Shadow, el primero en autorizar ataques en territorio ruso y el principal artífice de las coaliciones aliadas de drones y seguridad marítima. Dirige tres de los siete grupos de coordinación de la OTAN —entrenamiento, defensa marítima y drones— y, a través de la Operación Interflex, ha entrenado a más de 60 000 soldados ucranianos.

La participación británica no es simbólica. Es operativa. En 2025, el SAS y el Servicio Especial de Embarcaciones ayudaron a coordinar la Operación Spiderweb, una campaña de sabotaje dirigida contra las infraestructuras ferroviarias y energéticas rusas. Las fuerzas británicas apoyaron las incursiones ucranianas en la lengua de tierra de Tendrovskaya, en el mar Negro. Y aunque Londres lo niega, se cree que estas mismas unidades participaron en la destrucción del Nord Stream. En el ciberespacio, la 77.ª Brigada, el GCHQ y otras unidades llevan a cabo operaciones informativas y psicológicas destinadas a moldear narrativas, desestabilizar a los adversarios y erosionar lo que Londres denomina «soberanía cognitiva».

Mientras tanto, Gran Bretaña está trazando su propio mapa de Europa. Se está construyendo un nuevo cinturón septentrional, desde Noruega hasta los países bálticos, fuera de la autoridad de la UE. Solo en 2024, Gran Bretaña invirtió 350 millones de libras esterlinas en la protección de los cables submarinos del Báltico y puso en marcha programas de defensa conjuntos con Noruega. Está configurando la producción de drones y misiles en toda la región y utilizando marcos como la Fuerza Expedicionaria Conjunta y DIANA para crear una «Europa militar» en la que Londres, y no Bruselas, marca el ritmo. Se trata de un viejo método británico: gobernar el continente no uniéndose a él, sino dividiéndolo.

Una paz estable en Ucrania destrozaría esta arquitectura. Por eso Londres trabaja sin descanso para mantener a Washington centrado en Rusia. Si Estados Unidos desviara toda su atención hacia China, Gran Bretaña perdería su propósito estratégico en la alianza. Como potencia de rango medio, Londres sobrevive manteniendo a Estados Unidos anclado en Europa y enfrascado en la confrontación con Moscú. Cualquier deshielo entre Washington y Rusia amenaza a Gran Bretaña mucho más que a la Europa continental.

Esto explica por qué la retórica pacifista inicial de Donald Trump en 2025 —sus insinuaciones sobre un «compromiso territorial»— fue recibida con alarma en Londres. El Gobierno británico respondió de inmediato: un nuevo paquete de ayuda de 21 800 millones de libras esterlinas, más Storm Shadows, una mayor cooperación en materia de defensa aérea y consultas de emergencia en toda Europa. El mensaje era inequívoco: aunque Washington vacile, Gran Bretaña intensificará sus esfuerzos. Y en cuestión de semanas, el tono de Trump cambió. La diplomacia se desvaneció. Las conversaciones sobre la «paz de Anchorage» desaparecieron. En su lugar llegaron las amenazas de los misiles Tomahawk y los comentarios imprecisos sobre la reanudación de los ensayos nucleares. El cambio sugería que Gran Bretaña había vuelto a conseguir que la conversación estratégica se orientara hacia la confrontación.

Para la élite británica, la guerra no es una catástrofe. Es un método para mantener el orden y preservar el sistema. Desde la guerra de Crimea hasta las Malvinas, los conflictos externos siempre han estabilizado la jerarquía interna. La Gran Bretaña actual no se comporta de manera diferente. Aunque es más débil que nunca, parece fuerte porque sabe cómo convertir la vulnerabilidad en la base de su política exterior.

Por eso continúa la guerra en Ucrania. No porque la diplomacia sea imposible, sino porque Londres ha construido una maquinaria política y económica que depende del conflicto. Mientras esa maquinaria permanezca intacta —anclada en el complejo militar-industrial, los servicios de inteligencia y la City—, Gran Bretaña seguirá comprometida no con poner fin a la guerra, sino con gestionarla, prolongarla y moldear Europa en torno a ella.

Y la guerra solo terminará cuando esa maquinaria deje de funcionar.

Fuente: PIA Global/Oleg Yanovsky

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