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Los conceptos políticos que introdujo Lenin son muy utilizados, pero con escasa indagación de su contenido. Para reconsiderar su legado hay que evitar la canonización, el academicismo y el dogmatismo. Su actitud decidida ilustra un camino para derrotar a la ultraderecha, su valoración crítica de los aliados se aplica al progresismo y su defensa de lo conquistado rige para los procesos radicales.

El neoliberalismo, el constitucionalismo y la regresión de la conciencia socialista modifican el escenario leninista, pero las rebeliones incentivan otros aprendizajes. El líder bolchevique cuestionó la imitación del modelo soviético y evaluó la relevancia de los contextos parlamentarios. 

Su mensaje es muy pertinente para la estrategia latinoamericana de llegar al gobierno y disputar el poder. Los golpes institucionales del lawfare confirman las diferencias que separan a esas dos instancias. Lenin inauguró el registro de sujetos protagónicos diversos de la lucha popular y concibió diferentes formas de partido, para gestar el instrumento de una transformación socialista.

Otro escenario global

Durante el siglo XX Lenin fue el símbolo de la revolución y el socialismo. En América Latina fue identificado con Fidel, el Che y la expectativa de erradicar el capitalismo. Esa esperanza como horizonte próximo ha cambiado en forma sustancial. 

El escenario leninista perdió continuidad en una época signada por el neoliberalismo y la ofensiva del capital. El reflujo del último ciclo internacional revolucionario (1968-75) se consolidó con la pérdida de conquistas populares, el declive de los sindicatos y la flexibilización laboral.

Ese cambio de las relaciones de fuerza fue reforzado por la regresión de la conciencia socialista, que sucedió a la implosión de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviética (URSS). Esa eclosión alteró el patrón de miradas críticas al capitalismo, que imperó en varias generaciones de trabajadores. 

Esas convicciones eran periódicamente potenciadas o afectadas por los resultados de la lucha comunista. Cada oleada revolucionaria reforzaba esa convicción y cada marea opuesta deterioraba esa esperanza, pero sin quebrantar la certeza en un futuro socialista. Las experiencias transmitidas de batallas contra la opresión se sucedían de una generación a otra (Traverso, 2020). Los militantes impactados por la revolución rusa legaban sus enseñanzas a los activistas conmovidos por la revolución china y ese efecto influía sobre los luchadores sacudidos por el triunfo de Vietnam y Cuba. 

El desplome de la URSS rompió esos vasos comunicantes entre los seguidores del ideal socialista. La crisis de la izquierda, el retorno de la religión y el resurgimiento de las identidades nacionales afianzaron una regresión política, que actualmente se expresa en la canalización derechista del descontento popular. Qué las formaciones más extremas de la reacción, consoliden su primacía electoral en los viejos distritos rojos de varios centros urbanos, es la evidencia más reciente de esa involución.

Otro factor determinante de la erosión del escenario leninista ha sido la expansión del marco político constitucional. Esa extensión —que despuntaba en Estados Unidos y Europa Occidental en los años de la revolución rusa— se consolidó en todas las metrópolis. Posteriormente se amplió a América Latina, modificando la tradicional primacía de las tiranías cívico-militares explícitas o enmascaradas.

Los sistemas post dictatoriales de las últimas décadas introdujeron mecanismos muy acotados de democracia real y gravitación ciudadana, pero se transformaron en el principal instrumento de las clases dominantes para neutralizar las protestas populares. Esos mecanismos operan como un gran contrapeso de los escenarios revolucionarios que sucedían al desplome de las dictaduras (Mosquera, 2024).

En una era de neoliberalismo, constitucionalismo y regresión del ideal socialista, la figura de Lenin ya no despierta el mismo interés que en el siglo XX. Ese declive expresa la pérdida de centralidad de la revolución (Arcary, 2024). Comprender este cambio es el punto de partida para reformular estrategias de la izquierda adaptadas al nuevo escenario (Chibber, 2021). 

Una actitud leninista exige evaluar con descarnado realismo el contexto predominante, para amoldar la batalla por el socialismo a ese marco. Ignorar las diferencias que separan el escenario actual del imperante en el pasado impide concebir esas estrategias.

La ausencia de un marco global revolucionario no implica la primacía del escenario antitético. Persiste una etapa neoliberal de reflujo, pero sin el agravante del aplastamiento físico o la demolición de las organizaciones de izquierda, que signan a los períodos reaccionarios. 

Esa adversidad no sólo está ausente en América Latina. En esta región la falta de revoluciones ha sido compensada por dos oleadas de intensas rebeliones. El primer ciclo (desde 1989) impactó sobre Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina y el segundo (desde del 2019) se extendió a Bolivia, Chile, Colombia, Perú, Haití y Guatemala.

Esas sublevaciones no dieron lugar a triunfos populares de envergadura histórica, pero tampoco culminaron con derrotas comparables a las padecidas durante los años 70. Tuvieron un importante alcance, sin recrear el período revolucionario que inauguró el triunfo en Cuba (1960) y cerró la derrota en Nicaragua (1991). La diferencia entre ambas fases radica en el grado de radicalidad política prevaleciente. Las rebeliones contemporáneas no dieron lugar a construcciones paralelas al Estado, las formas de poder popular o los desenlaces militares de la era previa (Katz, 2008: cap 1). 

Las protestas latinoamericanas del siglo XXI se desenvuelven en sintonía con sublevaciones del mismo tipo en otros puntos del planeta. Exhiben parentescos con la Primavera Árabe, con las revueltas de los indignados en Europa, con la irrupción callejera en Francia y con las huelgas obreras que recobran relevancia en Estados Unidos. También comparten con otros levantamientos la gravitación de la acción directa, el protagonismo de los jóvenes trabajadores precarizados y la incidencia del feminismo y el ambientalismo.

El uso del término rebelión para identificar esas sublevaciones se ha generalizado, pero sin la debida conceptualización de su contrapunto con las revoluciones (Maiello, 2022: 192-210). Es cierto que el pasaje del primer tipo de levantamientos al segundo siempre está abierto, bajo un sistema capitalista que incuba desequilibrios monumentales. Pero el salto de la revuelta a revolución debe ser evaluado con precisión, en función del tipo de organización popular emergente que desafía al Estado.

En la centuria pasada las discusiones sobre la estrategia socialista estaban directamente conectadas con el marco revolucionario. El contrapunto entre insurrección y guerra popular dirimía cuál de los dos rumbos era más propicio para cada contexto nacional y ambas variantes eran contrastadas con la acción parlamentaria. Este abordaje ha perdido centralidad por la disipación del escenario revolucionario. 

Ese cambio altera también la temporalidad del proyecto socialista. La simultaneidad anteriormente avizorada para los procesos de transformación social, ya no prevalece en la actualidad. La dinámica disruptiva de aceleraciones impetuosas, bifurcaciones imprevisibles y eventos inesperados que rodeaba a Lenin ya no es predominante. Las vertiginosas coyunturas “kerenskistas” han perdido esa centralidad. 

Por esos cambios la estrategia socialista de formación de un gobierno de trabajadores, captura del estado y transformación de la sociedad, ya no es el único modelo de viraje anticapitalista. Lenin aporta mensajes para ese tipo de situaciones.

“La discusión inicial se concentró en el caso de Alemania, que en esos años despuntaba como un país desarrollado, con un Estado más complejo, un movimiento obrero más extendido y enormes sindicatos”

No copiar la revolución de octubre

En varias oportunidades Lenin objetó la imitación del camino bolchevique, que propiciaban los admiradores de la revolución de octubre. Esa repetición era auspiciada por los militantes que ansiaban consumar el éxito de los soviets en sus propios países. En un célebre texto, el dirigente ruso polemizó con quienes imaginaban en Europa Occidental un curso semejante de irrupción de Consejos, colapsos políticos y capturas del poder (Lenin, ed.2021).

Esos cuestionamientos se procesaron en la naciente Internacional Comunista y comenzaron a esclarecer la diferencia cualitativa que separaba al régimen monárquico-autoritario imperante en Rusia de la estructura parlamentaria prevaleciente en las sociedades occidentales. Lenin inauguró la percepción de una distinción, que dio lugar a estrategias muy distintas para ambas formaciones (Blanc, 2021).

La discusión inicial se concentró en el caso de Alemania, que en esos años despuntaba como un país desarrollado, con un Estado más complejo, un movimiento obrero más extendido y enormes sindicatos. Allí se verificaba una gran participación electoral, con fuerte presencia parlamentaria y un sin número de comunidades influidas por el pensamiento socialista.

Lenin intuyó la enorme distancia que separaba a esa configuración del escenario ruso. Por eso reforzó la convocatoria a una estrategia de frente único de los comunistas con la socialdemocracia para batallar contra la derecha. Lejos de limitar esa alianza a su propósito defensivo inmediato, concibió esa unidad como el cimiento de un proyecto gubernamental. Auspició la gestación de un gobierno de los trabajadores dirigido por partidos socialdemócratas, sostenido por los comunistas y sin ministros burgueses (Mosquera, 2023b). 

Ese llamado incentivó otras estrategias posteriores para concretar el primer paso de un proyecto socialista, en los países con alta gravitación de la institucionalidad parlamentaria. Ese modelo difería del curso insurreccional de octubre y de la dictadura del proletariado instaurada en Rusia. Lenin detectó tempranamente, que los soviets no emergían en Europa Occidental con el mismo protagonismo que en Rusia por la elevada incidencia de los sistemas políticos constitucionales.

El líder bolchevique no postulaba antes de 1917 un modelo político socialista muy definido. Oscilaba entre el sostén de una demanda democrática tradicional (Asamblea Constituyente) y la ponderación del potente organismo soviético que irrumpió con el ensayo revolucionario de 1905 (Mosquera 2023a).

El redoblado protagonismo que tuvieron esos Consejos en 1917 lo indujo a exaltar la democracia directa y a suponer que esos organismos prefiguraban el cimiento de un nuevo sistema político. Conformaban organismos surgidos en lugares de trabajo o en comunidades, con gran presencia de obreros y campesinos reclutados como soldados. Florecieron con la misma intensidad que sus antecesores de la Comuna de París y asumieron un papel definitorio en el triunfo de octubre (Le Blanc, 2024). La insurrección sólo consagró el avasallante poder democrático gestado en torno a los Consejos (Lih, 2019).

Para oír el discurso de Lenin, de finales de marzo de 1919, sobre los soviets

En los momentos de mayor radicalidad, el líder bolchevique proclamó la superioridad intrínseca de esos organismos, frente a todas las modalidades precedentes de la democracia burguesa (Lenin, ed 2017). En ese elogio recayó en la tentación libertaria de omitir las limitaciones de esas estructuras, como basamento central de cualquier sistema político consolidado (Bensaid, 2002).

La trayectoria posterior de la Unión Soviética y de todos los procesos revolucionarios del siglo XX confirmó que los soviets —o sus equivalentes militares de poder dual en China, Vietnam o Cuba— son indispensables para conquistar el manejo del Estado, pero no para administrar esa institución. 

Apuntalan la toma del poder, pero no operan como el sostén principal o exclusivo de la gestión corriente de los asuntos públicos. Son el pilar de experiencias de democracia participativa y de mecanismos de intervención ciudadana, como se verificó en las Comunas de Venezuela (inspiradas en el ejemplo chino) o en la gran variedad de organismos gestados en la epopeya cubana. En todos los casos constituyen un resorte clave para el control popular del manejo del Estado.

Pero el excepcional nivel de movilización, participación y conciencia popular que irrumpe en las revoluciones, no persiste cuando el nuevo régimen estabiliza su funcionamiento (Katz, 2004: cap 5). Lenin no llegó a conocer esas lecciones del siglo XX, pero su agudo realismo político lo empujó a polemizar con las corrientes comunistas europeas que magnificaban el modelo soviético.

Por las mismas razones, tampoco cabe generalizar la decisión bolchevique de disolver la Asamblea Constituyente, bajo la amenaza de una gran contrarrevolución blanca. Esa medida fue un acto específico del convulsionado escenario ruso y no indicó la inferioridad de esa instancia frente a los soviets. La cautela de Lenin frente a contextos diferentes a la autocracia zarista debe ser leída como un mensaje orientador de la estrategia socialista actual.

Aplicaciones Latinoamericanas I

Las convocatorias de Lenin a no copiar la revolución rusa, valorizar el frente único, explorar caminos de gobierno de los trabajadores, considerar las tradiciones parlamentarias e intercalar los soviets con la remodelación constitucional tienen gran relevancia actual para América Latina.

Esos señalamientos subrayan que el manejo del Estado es el punto de partida de cualquier transformación significativa. Esta obviedad es cuestionada por las corrientes que proponen “cambiar el mundo sin tomar el poder”, suponiendo que ese viraje será consumado en los márgenes de las instituciones, mediante la construcción de organismos divorciados de esa configuración. 

Al cabo de varias décadas esa estrategia no ha mostrado resultados. En ningún país afloraron indicios de cómo podría consumarse un avance popular, desconectado de las conquistas que convalida el Estado. 

La renuncia a llegar al gobierno implica abdicar también del manejo del poder y de la consiguiente sustitución del dominio de los poderosos por la primacía de los oprimidos (García Linera, 2015). Los intereses contrapuestos de ambos sectores sólo pueden dirimirse en torno al manejo de la estructura estatal. Allí se definen las políticas que favorecen los intereses de los privilegiados o los desposeídos. 

Lenin siempre propició rumbos para acceder al Estado a fin de transformarlo, con la mira puesta en la erradicación de los componentes opresivos de ese organismo. Nunca imaginó que esa mutación podría consumarse renunciando a la batalla por el poder.

En las condiciones actuales de América Latina, ese acceso presupone la llegada al gobierno a través de las elecciones. Es la percepción que tuvo Lenin al observar el contexto diferenciado de Europa Occidental. Notó que, sin una victoria en las urnas, las corrientes socialistas quedaban privadas de la legitimidad requerida para disputar el poder. Por eso subrayó la complementariedad de la lucha callejera con la confrontación electoral. 

Este mismo escenario impera en el contexto latinoamericano actual. La vieja analogía de la región con el marco prevaleciente en la Rusia zarista ha quedado disipada y por esa razón perdió centralidad la estrategia guerrillera o insurreccional, que emulaba la captura soviética del poder. En las últimas décadas, las rebeliones han sido el pilar de todos los intentos de desenvolver una transformación radical de la sociedad (desde el Caracazo hasta la Guerra del Agua). Pero en todos los casos, estos ensayos requirieron un debut con legitimación en las urnas.

El actual sistema constitucional de América Latina contiene las mismas adulteraciones que imperan en otros rincones del planeta, para apuntalar los mismos intereses de los poderosos. La inestabilidad de esos modelos es más generalizada en la región, pero esa turbulencia no altera la permanencia de esos regímenes. Cada crisis de un gobierno deriva en su reemplazo por otro a través de elecciones, parlamentos y candidatos vencedores. Las dictaduras militares del pasado no han reaparecido y las estrategias socialistas deben amoldarse a ese dato. De esa continuidad se deriva la centralidad que asume la batalla por imponer Asambleas Constituyentes.

Lenin osciló entre realzar esas instancias y ponderar los soviets. Asignó mayor centralidad al primer instrumento en las coyunturas menos revulsivas, sin perder de vista a los Consejos como principal sostén de un cambio radical.

Esta misma combinación se impone actualmente en la región. La lucha por instaurar Asambleas Constituyentes reaparece como punto de partida de todos los intentos de transformación política. Es un mecanismo insoslayable, para dotar a los ciudadanos del poder que no manejan en el funcionamiento corriente de los sistemas políticos. 

La Constituyente consagró en Venezuela la democracia participativa, junto a conquistas sociales (derechos a los indígenas, campesinos, niños), nacionales (prohibición de bases extranjeras) y democráticas (referéndum revocatorio, obligación de los funcionarios de rendir cuentas, normas de control masivo). En Bolivia instauró el Estado plurinacional, para erradicar la histórica supremacía de las elites blancas sobre las mayorías indígenas. 

Por el contrario, en Brasil y Argentina no hubo logros de ese porte. Una frustración mayor se verificó en Chile, luego de dos consultas que no consiguieron erradicar la Constitución legada por Pinochet. En Colombia ya comenzó el debate para evitar una frustración del mismo tipo. 

La revolución bolchevique permitió una conquista simultánea del gobierno y del poder. La consigna que consagró ese éxito sintetizó esa convergencia (¨todo el poder a los soviets¨). Allí no hubo mediaciones, tránsitos, ni demoras en el traspaso de los resortes del Estado de una clase social a otra y en la sustitución de un estamento burocrático tradicional por un funcionariado emergente. 

Pero en su llamado a forjar gobiernos de los trabajadores en Europa Occidental, Lenin introdujo una separación temporal de las dos instancias de un mismo trayecto. Una administración socialdemócrata surgida de las urnas en Alemania implicaba el control del gobierno, pero no del poder. Lenin proponía excluir a los ministros de la burguesía del gabinete para acelerar esa segunda conquista, pero sin acceder a su manejo inmediato. Dejaba abierta la temporalidad de esa mutación al imprevisible curso de la lucha política.

Aplicaciones Latinoamericanas II

Una estrategia en dos momentos diferenciados es promovida en América Latina por las corrientes de izquierda, que propician ganar primero el gobierno para disputar inmediatamente el poder político, económico, militar, judicial y mediático. 

La diferencia que separa a ambas instancias ha quedado muy clarificada en los procesos del lawfare, que la derecha promueve para desplazar a los presidentes progresistas. En esos golpes institucionales se nota con descarada transparencia quién maneja realmente el poder.

Una élite de militares, capitalistas, jueces y comunicadores socava la autoridad de los mandatarios objetados, para forzar su salida del gobierno en una secuencia calcada de un país a otro. Esa oleada de conspiraciones es prohijada por la embajada de Estados Unidos e implementada mediante procedimientos legislativos y judiciales. El complot comenzó contra Zelaya en Honduras en el 2009 y se extendió contra Lugo en Paraguay, Dilma en Brasil y Morales en Bolivia. Además, hubo numerosos intentos frustrados contra Chávez en Venezuela, Cristina en Argentina, Correa en Ecuador y Lula en Brasil.

Entrevista a María Fernanda Barreto sobre el lawfare contra Petro

Castillo fue tumbado en Perú con el mismo procedimiento, pero su caída contó además con una acción militar semejante a las asonadas tradicionales del alto mando. La conjura contra Dilma incluyó un activo complemento callejero y la fracasada campaña destituyente contra Cristina estuvo encabezada por la gran prensa, que nunca digirió el intento democratizador de la ley de Medios. En los últimos años la ultraderecha perfeccionó el mismo dispositivo de golpes institucionales, con una andanada de mentiras que propagó a través de las redes. 

Toda la escalada del golpismo institucional ha confirmado que el manejo de un gobierno, tan solo implica el control de una pequeña porción del poder real. Los resortes de ese dominio en el plano económico, militar, mediático y judicial están monopolizados por las clases dominantes y su élite de funcionarios. La conquista popular de esas áreas involucra una larga batalla orientada por una estrategia que Lenin intuyó, al señalar que en algunos países la llegada al gobierno era el punto de partida de esa travesía.

La implementación latinoamericana actual de ese objetivo presenta enormes diferencias nacionales y las alianzas requeridas para alcanzar la presidencia difieren en los distintos casos. Pero en todos los lugares las vertientes radicales o progresistas comparten programas, anhelos y discursos que convergen con la izquierda en la confrontación con los dueños del poder. 

Resulta indispensable reconocer esos enlaces para concebir proyectos de gobierno. Lenin subrayaba ese principio al distinguir con nitidez a los adversarios de los enemigos. Su mirada es indispensable para recordar que mientras la derecha se ubica en las antípodas de la izquierda, el progresismo es un aliado inconsecuente. Ambas fuerzas son cualitativamente diferentes y es un grave error ubicarlas en el mismo casillero. 

La disputa por el poder es mucho más compleja en el siglo XXI que en la era de la revolución rusa por la enorme extensión y sofisticación de estructuras estatales, que se han enlazado con la sociedad a través de múltiples mediaciones. 

En la época de Lenin, el poder judicial no tenía el protagonismo actual y los medios de comunicación no eran transmisores significativos de la ideología dominante. El poder militar actuaba en forma más visible, pero sin contar con los instrumentos de control coercitivo subyacente que detenta en la actualidad.

Por otra parte, la confrontación con el poder económico era más frontal y los marxistas imaginaban un rápido tránsito hacia la socialización de los medios de producción. En ese período no se tomaba en cuenta, las mediaciones mercantiles que actualmente exige la prolongada batalla para ampliar la propiedad pública, redistribuir los ingresos y gestar de un modelo postcapitalista.

Lenin fue el primero en percibir la complejidad de ese tránsito, cuando reemplazó la planificación económica total (Comunismo de Guerra) por la reintroducción de mecanismos mercantiles, que convalidaron diversas formas de propiedad (Nueva Política Económica) (Lenin, Ed 1973).

Esta última variedad de modelos (denominada NEP) fue retomada por distintos gobiernos de izquierda, para promover estrategias que combinan el proyecto socialista con parámetros capitalistas y complementos mercantiles. Esos esquemas operan mediante una gran regulación estatal para implementar políticas opuestas al neoliberalismo y la financiarización. Las experiencias de este tipo que desenvolvieron China y Vietnam aportan sugerencias para América Latina y su exitoso ensayo en Bolivia contrasta con los magros resultados de Venezuela.

Pero una disputa con el poder económico no puede coronarse en la arena electoral o en las pulseadas del ámbito institucional. La derrota de las clases dominantes y la erradicación del capitalismo depende de la acción directa de los trabajadores. Todos los mensajes del líder bolchevique giran en torno a esa conclusión y no hay forma de alcanzar esa meta, sin forjar órganos de poder popular equivalentes a los soviets. 

Esos consejos son los pilares de una transformación socialistas. No cumplen un rol decisivo en la gestión corriente de los gobiernos, pero son la llave maestra para la disputa por el poder. No se necesita gestarlos para obtener un triunfo electoral, pero son indispensables para derrotar a los dueños del poder militar, económico, judicial y mediático.

Autor: Claudio Katz

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